Criminólogo en prisión
2. Lo que hacía el criminólogo en la prisión
La instauración de los consejos técnicos en el sistema de reclusión permitió la incorporación, a dicho campo, con la pretensión de lograr un adecuado manejo de las prisiones, de una serie de profesionistas vinculados con el estudio del comportamiento desviado; quienes, lejos de manejar las prisiones, fueron manejados por las mismas, pues se insertaron en una práctica establecida, simplemente a hacer lo que se esperaba que hicieran. La tarea más compleja correspondió al criminólogo, quien, bajo las primeras reglas reguladoras del sistema, debía justificar el encierro del sujeto, pues sus dictámenes, pensados en el manejo de la prisión, eran requeridos por la instancia judicial para determinar la penalidad del enjuiciado, lo que paulatinamente se convirtió en el objeto principal del estudio criminológico.
Bajo este modelo, el interno resultaba ser más o menos peligroso, pero la categoría de no-peligroso estaba negada, no existía, y en el peor de los casos el sujeto era clasificado como extremadamente peligroso. Es notable que esta práctica de diagnosticar a los internos como peligrosos se continuara realizando en los reclusorios y centros penitenciarios del país, aun cuando tal categoría fue eliminada expresamente de las leyes penales. Esto es así porque se incorporó al habitus como una práctica que ya ni siquiera se planteaba si tenía fundamento legal.
En todo caso, el criminólogo, con base en los datos que le reportaban las demás áreas técnicas, debía explicar a la instancia judicial los motivos que determinaron o impulsaron al delincuente a realizar el hecho; además, debía establecer el grado de culpabilidad del enjuiciado, término ajeno a la práctica criminológica y que incluso el derecho penal contemporáneo paulatinamente ha venido expulsando de su andamiaje teórico, entre otras razones por su fuerte contenido moral.
En los centros de reclusión del Distrito Federal el criminólogo debe realizar de tres a cinco estudios durante su jornada de trabajo de cinco horas al día, esto es, uno cada hora, por lo que las exigencias laborales lo llevan a aprender a hacer las cosas: como su estudio es síntesis —criminológica—, se toma demasiado en serio esta metodología.
Criminólogo. En alguna ocasión el jefe de Oficina de Criminología de uno de los reclusorios del Distrito Federal señalaba indignado que en ese centro una secretaria había solicitado plaza de criminólogo, ya que con el tiempo que tenía transcribiendo estudios ya sabía cómo se hacían: había que tomar una parte del estudio que remitía psicología, una parte del de trabajo social, de pedagogía, y eso era todo. De esta forma existen criminólogos que se ufanan de poder realizar cinco o más estudios al día.
Por otra parte, su actividad, que de acuerdo con el modelo establecido en las prisiones norteamericanas debía servir para el adecuado manejo de los centros de reclusión, poco o nada tenía que ver con el mismo, pues sus energías se encaminaban —y en algunos lugares se sigue haciendo— a cumplir con los dictámenes encargados por los tribunales. Como consecuencia de ello, su labor poco o nada tenía que ver con la vida del interno al interior de la institución. Lo que conllevaba que los conflictos relativos a la población interna, así como los legales, de relación y de satisfacción de necesidades, se resolvieran en el plano donde el técnico no intervenía, y continúa sin intervenir, pues mientras el técnico clasifica a la población en diferentes dormitorios a partir de los resultados que arrojan sus estudios, en la dinámica de la vida en reclusión se realizan reclasificaciones, auspiciadas por las autoridades, los cuerpos de seguridad o los mismos internos, de manera que terminan ubicados donde pueden y no donde el técnico sugiere. Lo mismo ocurre con otras actividades de la vida en reclusión: visita familiar, íntima, asistencia al centro escolar y a actividades laborales quedan fuera de la supervisión del criminólogo, quien se limita a trabajar con los informes respectivos.
No obstante, con base en la normatividad relativa a la determinación del quantum de pena, los jueces solicitaban de manera ritualista a los centros de reclusión el estudio de personalidad, mismo que servía, al interior del centro, para apoyar los criterios de clasificación de la población recluida en los diferentes dormitorios, y ante el juez, para apoyar la determinación de la cantidad de pena a imponer.
La necesidad del juzgador de tomar en consideración elementos aportados por las disciplinas científicas para determinar la cantidad de pena a imponer tuvo su origen ideológico en Paul Johann Anselm Ritter von Feuerbach (1775-1833), quien partió de la premisa de que la pena debe consistir en infligir un mal al infractor (1801). Para él: "La ejecución de cualquier pena debe tener lugar adecuándose a un pronunciamiento judicial que determine la forma y el grado del mal a infligir, en forma tal que nadie pueda sufrir un mal mayor que el que le corresponda por su hecho".
Las ideas de Feuerbach se plasmaron en el Código Penal para el Reino de Baviera, promulgado por el rey Maximiliano José en 1813. Esta premisa fue operacionalizada por Jeremías Bentham (1748-1832), quien en su quinta regla acerca de la proporción entre los delitos y las penas (1802) plantea que: "No debe imponerse la misma pena por el mismo delito a todos los delincuentes sin excepción, sino que se debe atender a las circunstancias que influyen sobre la sensibilidad". Para ello, precisa que es menester considerar, entre otras circunstancias, la edad, el sexo, el rango, la hacienda. En la misma época, para expiar los delitos, Francisco Mario Pagano (1748-1799) propone que la pena le deberá corresponder al reo tanto en calidad como en cantidad. En ello se ha de tomar en consideración su menor o mayor maldad. "Éste fue el sistema de compromiso entre el legalismo y el arbitrio judicial que prosperó en las legislaciones posteriores: la ley fija un marco penal, con unos límites máximo y mínimo, dentro del cual corresponde al juez la determinación de la pena concreta".
Este fue el origen que, al impulso de las corrientes positivas, se acentuó en la fase judicial y de ejecución de la sanción. En este marco se inscriben la Scuola Positiva italiana; el correccionalismo en España; las últimas posturas de Franz von Liszt (1851-1919); la defensa social de Filippo Gramatica y la nueva defensa social de Marc Ancel (1902-1990), y las doctrinas penitenciarias anglosajonas. A decir de Reinhart Maurach (1902-1976), con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial inició el trabajo de revisión tanto en la jurisprudencia como en la legislación. A nivel doctrinal, la exigencia de fijar límites al arbitrio judicial prácticamente inició a principios del siglo XX y culminó en el 7º Congreso Internacional de Derecho Penal celebrado en Atenas en 1958, en cuyo momento ya era unánime dicha exigencia.
Este estado de cosas prevaleció hasta los albores del siglo XXI, en donde la jurisprudencia ha considerado contrario a los principios del derecho penal liberal tomar en consideración aspectos relativos a la persona, por tanto ajenos al hecho por el cual se le juzga.
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