positivismo criminologicoó

El positivismo criminológico en las prisiones
El devenir del sistema penal, como fue pensado por Franz von Liszt (1851-1919) a fines del siglo XIX, puede ser caracterizado por los siguientes hitos: a) sistema penal premoderno, en el que se responsabilizó al hombre por su influencia —recordemos los grandes procesos inquisitivos de la Edad Media—; b) sistema penal moderno, en el que se le responsabiliza de sus actos —derecho penal de acto—, y c) positivismo jurídico penal que lo hace responsable de sus motivos y su ser, incluso denominado derecho penal de persona Este último paradigma fue ampliamente explotado por la ciencia criminológica, particularmente la llamada positiva o positivismo criminológico.
Si bien es cierto que el derecho penal partió del acontecimiento, el acto, el positivismo criminológico logró imponerse como modelo teórico al anteponer la voluntad al acto. Ello se logró al considerar que el acto depende "de lo que le ha precedido en la conciencia", lo que tuvo una enorme repercusión en el sistema penal, pues desplazó el objeto de estudio del acto a la persona; más aún, esto permitió caracterizar a la persona —el delincuente— a través de un acto aislado, su delito, y con ello tener como objeto de estudio a la persona misma, su ser. Así, la intención que haya tenido para cometer el acto se transformó en cualidad de su ser, por tanto permanente, lo que constituye el momento en que se inventó el hombre peligroso. Esto nos permite comprender por qué las formas del castigo, adoptadas por el sistema penal a partir del siglo XVIII, recaen sobre el criminal más que sobre el crimen, esto es, en su hecho.
En el contexto social esta inversión, funcional para el sistema penal, fue posible gracias al ascenso de la burguesía, pues a partir de ese momento el discurso y concepto de la guerra cambió; dejó de ser un conflicto con el exterior, con el extranjero, para pasar a ser un conflicto interno, con el sujeto peligroso, perfectamente identificado e individualizado por el positivismo criminológico. En consecuencia, el tema del orden —la seguridad— se centró en un sujeto virtual, no en uno real, pues, como se ha indicado, a partir de ese instante el sujeto dejó de ser considerado por sus actos: "El colonizado o nativo, el loco, el criminal, el degenerado, el perverso, el judío, aparecen como los nuevos enemigos de la sociedad. La guerra se concibe en términos de supervivencia de los más fuertes, de los más sanos, más cuerdos, más arios. Es la guerra pensada en términos histórico-biológicos".
Si bien el conflicto de la guerra ubicaba perfectamente al enemigo, el sujeto peligroso condensó la figura del adversario para los tiempos de la política óla guerra continuada por otros medios, en los tiempos de pazó; su pálida figura se proyectó en la ley, brazo armado de la guerra.
La guerra nunca desaparece porque ha presidido el nacimiento de los Estados: el derecho, la paz y las leyes han nacido en la sangre y el fango de batallas y rivalidades que no eran precisamente —como imaginaban filósofos y juristas— batallas y rivalidades ideales. La ley no nace de la naturaleza, junto a las fuentes a las que acuden los primeros pastores. La ley nace de conflictos reales: masacres, conquistas, victorias que tienen su fecha y sus horroríficos héroes; la ley nace de las ciudades incendiadas, de las tierras devastadas; la ley nace con los inocentes que agonizan al amanecer.
La modernidad, al transformar la economía del poder de castigar, produjo al sujeto peligrosoinventó su representación y con ello las instituciones jurídicas que lo soportan: todas ellas centradas en lo virtual. Dicha forma de conocimiento, moderna, va a construir esta imagen, en donde ya no se trata de aniquilar el peligro social, ni mucho menos gestionar los daños producidos por la delincuencia, sino de producir su imagen, concepto clave en nuestro momento cultural.
Hasta mediados del siglo XVII, había un status criminal de la monstruosidad, en cuanto ésta era transgresión de todo un sistema de leyes, ya fueran las naturales o las jurídicas. De modo que la monstruosidad era criminal en sí misma. La jurisprudencia de los siglos XVII y XVIII borra lo más posible las consecuencias penales de esa monstruosidad en sí misma criminal. Pero creo que hasta avanzado el siglo XVIII, sigue siendo aún esencial, fundamentalmente criminal. Así pues, lo criminal es la monstruosidad. Luego, hacia 1750, en medio del siglo XVIII, vemos aparecer otra cosa, es decir, el tema de una naturaleza monstruosa de la criminalidad, de una monstruosidad que surte efecto en el campo de la conducta, el campo de la criminalidad, y no en el de la naturaleza misma. Hasta mediados del siglo XVIII, la criminalidad era un exponente necesario de la monstruosidad, y ésta no era todavía lo que llegó a ser a continuación, es decir, un calificativo eventual de aquélla. La figura del criminal monstruoso, la figura del monstruo moral, va a aparecer bruscamente, y con una exuberancia muy viva, entre fines del siglo XVIII y principios del XIX. Va a hacerlo en forma de discurso y prácticas extraordinariamente diferentes.[
La figura del monstruo, su representación, abandonó las figuras míticas medievales y se fue condensando, en la modernidad, entre el transgresor sexual y el antropófago, el primero vinculado a los estratos altos de la población y el segundo a los estratos bajos; ambos ubicados fuera de los márgenes de la ley, por encima y por abajo: el monarca y el pueblo, pero los dos disputando el poder a la burguesía. De esta forma se comprende que el primer monstruo de la modernidad fue Luis xvi; ya no eran las brujas y todos estos seres míticos que produjo la premodernidad. El enjuiciamiento penal del rey de Francia, verificado a fines de 1792 y principios de 1793, planteó serios problemas al sistema judicial vigente en su época: qué pena se le debía aplicar y cuál debía ser la forma del proceso. Se propuso el suplicio, a lo que Saint-Just opuso el hecho de que era la pena legal prevista en la norma, y por tanto solamente aplicable a quienes habían suscrito el pacto social.
El rey, en cambio, jamás suscribió el pacto social. No se trata entonces de aplicarle sus cláusulas internas o las que deriven de él. No se le puede aplicar ninguna ley del cuerpo social. Él es el enemigo absoluto y el cuerpo social en su totalidad debe considerarlo como tal. En consecuencia, hay que matarlo, como se mata a un enemigo o a un monstruo.
El primer monstruo jurídico fue, en consecuencia, el enemigo político: el monarca, y los argumentos que se emplearon para justificar su ejecución siguen siendo los mismos que se emplean para sostener la supresión del enemigo. Estos argumentos se van a prolongar en el ámbito de la psiquiatría y la criminología desde Esquirol a Lombroso, y en el ámbito del derecho penal de Saint-Just a Edmund Mezger, y más recientemente, según algunas opiniones, a Günther Jakobs. En el otro extremo, en los extractos bajos de la población, se colocó el monstruo contra natura.
El primer monstruo registrado, como saben, es esa mujer de Sélestat cuyo caso analizó Jean-Pierre Meter en una revista de psicoanálisis; la mujer de Sélestat, que había matado a su hija, la descuartizó y cocinó el muslo con repollo blanco, en 1817. Es también el caso de Léger, ese pastor al que su soledad devolvió al estado de naturaleza y que mató a una niña, la violó, cortó sus órganos sexuales y se los comió, y le arrancó el corazón para chuparlo. Es asimismo, hacia 1825, el asunto del soldado Bertrand, quien abría las tumbas del cementerio de Montparnasse, sacaba los cadáveres de las mujeres, los violaba y, a continuación, los abría con un cuchillo y colgaba sus entrañas como guirnaldas en las cruces de las tumbas y las ramas de los cipreses. Esto, esas figuras, fueron los puntos de organización, de desencadenamiento de toda la medicina legal: figuras, por lo tanto, de la monstruosidad, de la monstruosidad sexual y antropofágica. Estos temas, que con la doble figura del transgresor sexual y el antropófago van a cubrir todo el siglo XIX, los encontraremos constantemente en los confines de la psiquiatría y el derecho penal y darán su dimensión a esas grandes figuras de la criminalidad de fines de siglo. Es Vacher en Francia, es el Vampiro de Dusseldorf en Alemania; es, sobre todo, Jack el Destripador en Inglaterra, que presentaba la ventaja no sólo de destripar a las prostitutas, sino de estar probablemente vinculado por un parentesco muy directo con la reina Victoria. Por eso, la monstruosidad del pueblo y la monstruosidad del rey se reunían en su turbia figura.
A través de estos casos, de locos que matan, la psiquiatría, y más tarde la psicología y la criminología, se constituirán como saberes que protegen a la sociedad, y más allá, al ofrecer poder estudiar, explicar y prever este tipo de crimen, la locura que mata, al ofrecer hacer racionales, dar explicaciones racionales a este tipo de conductas, se constituyen como el conocimiento que permitirá explicar y prever el crimen. Así, al institucionalizarse, pasaron de ser un campo específico de conocimiento, con la pretensión de explicar un crimen específico, a ser un modelo explicativo del crimen, de todo tipo de crimen. De esta forma, la ciencia de los siglos XIX y XX hizo del serial killer el psicópata, el psicótico, el enemigo de la sociedad; en ellos se condensó todo el imaginario social del temor, del miedo, del peligro: se le convirtió en el símbolo de la inhumanidad radical.
En suma, la sociedad va a responder a la criminalidad patológica de dos modos, o más bien va a proponer una respuesta homogénea con dos polos: uno, expiatorio; el otro terapéutico. Pero ambos son los dos polos de una red continua de instituciones, cuya función, en el fondo, ¿es responder a qué? En absoluto a la enfermedad, desde luego, porque si sólo se tratara de ella, en ese caso tendríamos instituciones propiamente terapéuticas; pero tampoco exactamente al crimen, porque bastarían entonces las instituciones punitivas. En realidad, todo ese continuum, que tiene su polo terapéutico y su polo judicial, toda esa mixtura institucional, ¿a qué responde? Pues bien, al peligro.
Con ello, los sujetos que hubieran sido simples criminales pasaron a ser monstruosseres anticosmológicos en tanto violadores de las leyes de la naturaleza y jurídicas, ubicados en los confines de la comprensión racional y por tanto objeto de la psiquiatría, la psicología y la criminología.
La forma de crimen que aparece, a principios del siglo XIX, como más pertinente que se plantee con relación a ella la cuestión de la locura es pues el crimen contra natura. El individuo en el que la locura y la criminalidad se reúnen y plantean el problema de sus relaciones no es el hombre del minúsculo desorden cotidiano, la pálida silueta que se agita en los confines de la norma, es el gran monstruo. La psiquiatría del crimen en el siglo XIX se inauguró pues con una patología de lo monstruoso.
Estos modelos permitieron a la criminología clásica sentirse cómoda, pues la psiquiatría le dio su objeto de estudio. El proceso histórico que instauró a los técnicos, al Consejo Técnico, al criminólogo, entre otros profesionistas, en la institución carcelaria en México tuvo que ver con las diferentes prácticas que se verificaban en la primera cárcel moderna de nuestro país, Lecumberri (penitenciaría inaugurada el 29 de septiembre de 1901), y su sustitución por el actual sistema penitenciario. La construcción de Lecumberri coincide con la etapa de moralización de las capas populares que se verificó en el siglo XIX, por lo tanto no escapa a ella.
El programa de moralización, por definición, no requería de los científicos ni de los técnicos, pues su objeto era la corrección moral, para lo cual bastaban los militares. Lecumberri fue el espacio privilegiado en que se verificó la lucha por el monopolio de la autoridad científica, en la que paulatinamente se van imponiendo los nuevos actores, quienes abanderan el positivismo criminológico. Por lo que los espacios ocupados durante la primera mitad del siglo por personal del ejército, para imponer la disciplina penitenciaria, fueron paulatinamente ocupados por personal técnico y su órgano de administración: los consejos técnicos.
La instauración de los consejos en nuestro país fue muy simple; es la historia que hasta nuestros días se sigue reciclando: una persona que es designada como funcionario público por su cercanía con los sujetos que deciden y en ese momento comienza su instrucción en el tema, por lo que lo más sencillo es recurrir a la experiencia de otras latitudes; en el caso, a las prácticas que se verificaban en los Estados Unidos de América. En los primeros días de enero de 1947, Javier Piña y Palacios fue nombrado director de la Penitenciaría del Distrito Federal, entonces viajó al vecino país del norte con el fin de conocer el trabajo penitenciario de ese país. En Washington, el director de prisiones le enseñó el manual que un grupo de directores de prisiones acababa de publicar, por lo que descubrió la forma de hacer las cosas; a su consideración, "en él estaban contenidos todos los lineamientos de la organización y funcionamiento de los consejos técnicos interdisciplinarios que deben manejar las prisiones".

Comentarios

Entradas más populares de este blog

PRSENTACIÓN